jueves, 7 de agosto de 2008

Carnaval Santiago de Cuba Fiestas populares, por José Millet


El carnaval de Santiago de Cuba
Por Lic. José Millet (milletjb2007@gmail.com)

Al pueblo santiaguero cuya alegría de vivir comparto como el mejor rasgo de nuestro carácter nacional.

Mamarrachos en Oriente; diablitos en La Habana: una expresión para sintetizar gráficamente, a partir del fenómeno festivo, dos elementos que nos remiten a los dos polos de una cultura nacional sólidamente levantada en un pasado donde la vida cotidiana fue el caldo de cultivo para la formación de tradiciones sin cuyo conocimiento es imposible entender al cubano de hoy. En nuestro país historia y formación de espiritualidad propia han marchado siempre de la mano; entonces, es obligado referirnos a esta relación al estudiar o presentar cualquier aspecto de nuestra cultura nacional. Por donde nace el sol en Cuba, empezó todo: el descubrimiento de América por Colon, el proceso de conquista y colonización, la instauración de la Villa primada de Nuestra Asunción de Baracoa, en el extremo más oriental del caimán y las primeras muestras de resistencia de nuestros nativos habitantes, entre quienes se destaco el cacique Hatuey, venido de Haití y quemado en la hoguera por el fuego inquisitorial del invasor español. Aquí surgió también el sentimiento de patria chica del criollo, por su apego a la tierra que lo vio nacer y de la cual aspiro diariamente un humus especial que lo alimento hasta provocar en él la necesidad de la libertad.
En Oriente cristalizaría, finalmente, el sentimiento de nacionalidad y en Santiago de Cuba nació el poeta Jose María Heredia (1803-1836), que lo materializo bellamente en sus poemas, repetidos por los cubanos, furtivamente, bajo pena de prisión o de destierro si eran sorprendidos en esta actitud separatista. Esta ultima villa había sido fundada en 1514 con el nombre del Santo Patrón de España, bajo cuya advocacion partió Hernán Cortes en su empresa imperial a conquistar México. Fue ella el asiento del Adelantado Diego Velázquez, su primer alcalde y Gobernador primero de la Isla de Cuba. El entramado oficial y senorial se convertiría a la vez en signo indeleble del destino de la villa, bajo cuyos puentes se moverían las aguas de la vida de una sociedad local que me atrevo a calificar de original y casi única, si nos referimos a la esencial marca distintiva del carácter del cubano que comenzó a ser cincelada desde aquellos días iniciales. Marca distintiva que es una y la misma, dicho sea de paso, en cualquier parte de la geografía de la nación o en cualquier sitio del planeta donde se encuentre un nativo, aunque con sus matices diferenciantes, que son los que interesan a las ciencias del espíritu, de las que nos ocupamos los profesionales que nos hundimos en estos asuntos aparentemente tan externos.
Nuestras fiestas de carnaval, en sentido general, son la resultante final de un proceso de transculturacion que arranca en la occidental Europa del Medievo. En definitiva, debe tomarse muy en cuenta que fueron los hijos de la España salida de finales de ese periodo histórico quienes establecerían aquí su cultura. Intento significar con esta afirmación algo que con cierta frecuencia se olvida: su visión del mundo, sentimientos, ideas y patrones de comportamiento serian de los que se partiría en aquel referido proceso que, en verdad, a la larga tomaría rumbos y vericuetos insospechables por la opuesta dirección que ellos tomarían. Esto lo ilustra lo que sucede con el Corpus Christi, nombre de la celebración establecida por la Iglesia Católica para honrar la Eucaristía o comunión sacramental con que esta renueva el sacrificio propiciatorio de Cristo en el objeto de su cuerpo y de su sangre.
Se hizo de obligación publica y regular aquel acto declarado Día Santo y que fue envuelto en un enseriamiento dramático e, incluso, fue acompañado de una procesión que se extendió por todo el mundo del Occidente cristiano. La institución oficial eclesiástica movilizo siempre todos sus recursos para eliminar el fondo ancestral de paganismo que envolvía la mentalidad del hombre marcado por el Medioevo, pero nunca se hizo efectiva total ni radicalmente esta intención o voluntad. De acuerdo con E. O. James (Cuban Festival, 1993:67/68), la procesión del jueves después del Domingo de la Trinidad en que se portaba la Hostia y el Santísimo Sacramento a través de las calles medievales era seguida de príncipes, magistrados y del clero y miembros de las Ordenes religiosas. Y en nuestra ciudad santiaguera ocurriría tiempo después un fenómeno similar, aunque matizado por elementos propios de estas latitudes tórridas, como los negros africanos arrancados de su tierra natal por la violencia e introducidos aquí en condición de esclavos, entre otros factores étnicos y culturales de no menor relevancia.
La procesión terminaría por imponerse como el motivo central de la celebración litúrgica y –cosa muy importante-- devendría en un espectáculo que cautivaría a la gente común y encendería el imaginario colectivo. Las representaciones escénicas que acompañaban a la extensa variedad de ritos de estas celebraciones, lejos de erradicar sentimientos profundamente arraigados en el inconsciente, se convertirían en las avenidas secretas y, a su vez, en el terreno fértil donde se sembraría y fructificaría la cultura del pueblo español que luego seria transplantada al Nuevo Mundo. Esto implico, como ha señalado David H. Brown (Cuban Festivals, 1993: 68 ), una inevitable secularización y un hecho parecido a una “carnavalizacion” del Corpus Christi. El drama litúrgico realizado en los predios del edificio eclesiástico paso a manos de actores legos que lo realizaban en las calles y en las plazas de mercado, mientras se movía la procesión. En el ínterin, se le incorporaron episodios burlescos y cómicos de las representaciones callejeras propias de lo vernáculo.
Permítaseme una pausa para apuntar que aquí estamos ante algunas de las formas y motivos que conducirían a la creación de un tipo de teatro sui generi surgido en los barrios del Santiago de Cuba colonial durante la celebración carnavalesca y que perduraría hasta el siglo XX: de aquellos que están en la base del denominado teatro de relaciones, fuente de inspiración de las obras cumbres de la compania profesional Cabildo Teatral Santiago. Por fortuna de Dios o no sé debido a que extraño sortilegio, todavía este sobrevive en nuestra ciudad o, al menos, su aliento o espíritu en la voluntad de un grupito de actores que se han aferrado al teatro de relaciones como a lo más importante de sus vidas. Tal vez en su conciencia, o en el concepto de la responsabilidad social que en ellos es manifiesta, este funcionando la importancia de hacer todo lo que este a su alcance por mantener lo mas viva posible una tradición y una de las expresiones estéticas mas autenticas y definitorias del santiaguero. Esa tradición, de profunda raíz de pueblo, hizo posible la puesta en escena de una obra, entre otras memorables, que paso a la historia del teatro nacional como uno de sus hitos más importantes: De cómo Santiago Apóstol puso los pies en la tierra, con texto original Raúl Pomares, actor que hoy se desliza en la jungla del verde asfalto habanero. En esta obra no solo se ponen de manifiesto magistralmente la conjunción historia/cultura apuntada mas arriba, sino asimismo algunos de los rasgos del santiaguero visibles en su forma peculiar de asumir valores fundamentales y en su singular manera de desarrollarse en la vida cotidiana.
El grupito de actores aferrados a este tipo de teatro callejero esta liderado por el dramaturgo y también actor Rogelio Meneses, quien ha puesto las manos encima de las brazas para reafirmar esa línea estética en su Laboratorio Teatral Palenque, cuyos integrantes desfilan cada ano frente al jurado del carnaval acompañados, en algunas ocasiones, por algunos extranjeros que viajan a la ciudad para disfrutar de estas fiestas inigualables y para tomar clases de danza o de percusión. Estos, atónitos, descubren un comportamiento festivo original y la excelencia del teatro de relaciones y terminan enrolándose en esta troupe, lamentablemente, tan pobremente valorada por los jueces encargados de decidir los premios, las menciones y los reconocimientos que deberán ser otorgados cada ano a las agrupaciones y mamarrachos individuales inscriptos en las competencias. ¿Ceguera? ¿Ignorancia?. ¿Cuál de las dos cosas prevalece en tan simplista valoración manifiesta en la falta de tal reconocimiento por parte de ellos y de otros funcionarios? Tal vez una mezcla compartida entre ambos ingredientes que denota, eso sí, una ignorancia muy grande en torno a la historia de la cultura local y nacional.
Si he llamado la atención acerca del tema, es por un solo motivo: porque el carnaval es una fiesta que necesariamente implica una forma de representación teatral y además, porque difícilmente podrá encontrarse en otro sitio de Cuba, y creo que tampoco en ningún otro de Las Américas, un fenómeno teatral similar surgido de la entrana del pueblo, el sujeto que creo el carnaval para entregarse a el con toda el ímpetu o impulso creador del ser humano y de la comunidad que el es capaz de edificar con su accionar permanente, sea este dirigido conscientemente o inconscientemente. Porque de ambas clases de batientes debe hablarse al tratar de este singular fenómeno, no reducible a sus apariencias de mero folklore.
Parto del principio de que cada fenómeno de la cultura debe ser estudiado a partir de su historia y nuestro carnaval local no puede ser entendido si dejamos de referirnos al entramado social inicial que rigió durante mucho tiempo la vida de la colonia española que era Cuba y, en ella, la de Santiago de Cuba. Recordemos a propósito que los cabildos africanos surgieron en el marco legal establecido en la península ibérica y que desde allí fueron trasladados al Nuevo Mundo. En la aneja ciudad de Sevilla se registra su existencia en fecha tan temprana como el Siglo XIV y, en opinión de Fernando Ortiz, “ de Sevilla vinieron los cabildos y cofradías negras a las Indias, reproduciéndonos la organización metropolitana donde hubo un núcleo de africanos”(Ensayos etnograficos, 1984:15).
Los primeros esclavos africanos fueron introducidos en Cuba en el siglo XVI y procedían de España, donde sus ideas, costumbres y tradiciones habían recibido la influencia de la cultura eurooccidental. Siguiendo un patrón preestablecido, los esclavos de una misma nación fundaron cabildos homólogos en el poblado, la villa o la ciudad donde residían. Sus integrantes, de ambos sexos, se reunían en casas propias o alquiladas en los días festivos en que eran autorizados a tocar sus atabales y tambores, así como a cantar y a bailar. Además de esta actividad musical y danzaría que contribuía a preservar sus tradiciones culturales, estas corporaciones prestaban auxilio o socorrían a los socios, enfermos y a sus familiares. Se trataba, pues, de asociaciones nada sencillas en cuyo interior pudieron iniciarse o efectuarse complejos procesos cuyos frutos tienen que ver con la génesis y configuración de un ser social que concluiría por devenir diferente al del peninsular, por atisbar superficialmente una de sus aristas.
Asimismo, el fondo monetario acumulado mediante el cobro de cuotas individuales aportadas por sus miembros, en ocasiones fue empleado para obtener la libertad de algún asociado cuando esta pudo ser negociada con los amos. Este hecho, al parecer desprovisto de alcance, tiene que ver tanto con su capacidad de negociación con la clase social dominante, como con la posibilidad de esta forma corporativa de servir de marco legal y material para permitir el cambio de status social de algunos de aquellos siervos o de sus descendientes inmediatos, hubiesen contraído o estado o no en una relación de determinada naturaleza con el amo.
Además de una estructura jerarquizada, estas asociaciones posibilitaban que se presentasen en escena algunos figurantes perfectamente identificados durante las representaciones danzarias, pantomímicas y teatrales, como el rey, la reina, el capataz, el mayordomo, los oficiales y los vasallos, cuyos nombres nos indican a las claras el remedo –pero no en pocas ocasiones la burla—de los cargos y posiciones sociales de sus correspondientes en la sociedad colonial imperante en la época. El reinado, o la corona que lo simbolizaba, eran ostentados por el individuo mas experimentado o reconocido. Su elección lo elevada a un nivel por encima del detentado por el resto de los miembros del cabildo, pero su poder estaba drásticamente limitado por el régimen de esclavitud a que todos estaban sometidos. La reina estaba situada en el escalón siguiente al ocupado por el rey y su función principal consistía en asistirlo en el control del fondo de la asociación.
En sus valiosas Crónicas de Santiago de Cuba (l925), el historiador y escritor Don Emilio Bacardi nos lego un bello pasaje referido al entierro solemne del rey congo Jose Trinidad XXXV ocurrido en nuestra ciudad. El hecho ilustra elocuentemente el significado relevante en que devenía la muerte de uno de estos encumbrados personajes de los cabildos.
Estos no eran solo el espacio autorizado por el gobierno colonial español para la preservación de tradiciones culturales como las de índole artística, sino a su vez el espacio social donde se expresaban otros elementos tal vez de mayor importancia social como el de las costumbres religiosas. La religión ha ocupado desde entonces y siempre un lugar principal en el seno de estas sociedades afrocubanas, en primer lugar por constituir el vinculo más directo con el mundo ancestral a que míticamente era—y es aun hoy-- reducida Africa y por el papel altamente cohesionador que desempeñaba entre aquellos negros africanos sometidos a un régimen de barbara opresión. Las fuerzas de la naturaleza y del cosmos eran invocadas en sus reuniones para que los asistieran y los ayudaran en su necesidad y busqueda de reafirmacion de su condición humana ante tanta falta de libertad y humanidad como las padecidas por ellos.
Fernando Ortiz, en su ensayo Los cabildos afrocubanos (Los bailes y el teatro de los negros, 1981:440/41) lo ha analizado claramente cuando escribió a propósito:

Algunos y tal vez todos los cabildos tenían carácter religioso [...] y lo prueba el hecho de portar fetiches en sus comparsas. Estas manifestaciones religiosas se prohibieron muy pronto, al menos en la vía publica, por creerlas perjudiciales a la religión católica. Entonces los negros resolvieron el problema simplemente, adoptando como patrono algún ídolo del santoral católico que fuese afín al africano, transmitiéndole todo el poder de su fetiche, o mejor dicho, confundiéndole con aquel. Tan es así, que el fetiche llevado procesionalmente fue sustituido por el santo pintado en una bandera; símbolo este ultimo que sin duda fue tomado del ejercito español, que deslumbraba el animo [...] de aquellos negros.

La decadencia de los cabildos de nación tuvo un punto de giro con la abolición de la esclavitud, ocurrida en 1886. En enero del ano siguiente, el gobierno central obligo a que los cabildos se inscribieran en el registro civil según las regulaciones de la Ley de asociaciones. Finalmente, a partir de abril de 1888, el gobierno civil cuestiono el carácter tradicional de los mismos, cuestionamiento punitivo que les asestaba un duro golpe al atacar el espacio de relativa libertad en que manifestaban algunas de sus costumbres más arraigadas en la conciencia del grupo étnico y de la comunidad, en un sentido más amplio. En otras palabras, el puño de la Iglesia daba una vuelta de tuerca mas apoyándose en la legislación a la que debían ajustarse estas asociaciones o, por el contrario, desaparecer. La inscripción debía hacerse bajo la advocacion de un santo católico y en la parroquia más cercana a su sede social, para ejercer un mayor control eclesiástico y, finalmente, debían compromterse a transferir todos sus bienes a la Iglesia católica, en caso de disolución.
Como en la esfera estrictamente religiosa, también en esta otra del comportamiento festivo del santiaguero esta situación contribuyo, según algunos investigadores, a reforzar el proceso de sincretismo entre las religiones africanas y el catolicismo, pero en mi criterio lo que se abrió con ello fue un espacio donde unas y otras concluirían o, por el contrario, marcharían paralelamente, sin exclusión del cristianismo por parte de las primeras y con la oposición inquisitorial por parte de la doctrina oficial de la Iglesia sobre aquellas cuya base era la africana o cualesquiera que no coincidiera con la ortodoxia oficialista.
Los cabildos adoptaron las denominaciones que les impuso la oficialidad, pero el pueblo los siguió invocando con sus nombres originales. La memoria colectiva ha conservado en Santiago de Cuba los del cabildo Cocoye, el Club Juan de Gongora (reconocido cabildo de oriundez conga), la Sociedad el Tibere, el Cabildo Santa Barbara, el Cabildo San Salvador de Orta—tras del cual se mencionaba el Cabildo Vivi--, la Sociedad Nuestra Señora del Carmen –actual Cabildo Carabali Olugo—y la Sociedad Carabali Izuama. Tenemos el excepcional privilegio de contar con estos dos últimos cabildos mas que centenarios en nuestro carnaval, los que encabezan el desfile inaugural de estas fiestas como un modo de reconocimiento a los altos y significativos valores de que son portadores. Y en ellos, durante los últimos anos, sus miembros corporativamente manifiestan los contenidos y ritos ancestrales que por largo tiempo les fue prohibido exhibir públicamente, dentro o fuera de sus locales.
Durante la colonia, estas asociaciones intervinieron activamente en los espectáculos festivos públicos. Entre estos, el Día de Reyes y las fiestas en honor del santo patrón de cada villa constituyeron espacios privilegiados para la participación de aquellos cabildos de nación. Nuevamente ha sido el Maestro Ortiz ( Ibid ) quien ha escrutado mas acertadamente en este asunto cuando escribió lo siguiente:
Fue famosa en Cuba la ...fiesta del 6 de enero, Día de los Reyes que tenia lugar en La Habana y Santiago[de Cuba], como en otras ciudades de Cuba y el resto de América. En esta fiesta de los “negros de nación”; estos salían a las calles y plazas para llevar a cabo las ceremonias tribales que ellos realizaban en Africa una vez al ano [...] cada “nación” sacaba sus procesiones con sus reyes, sus cortejos, sus dignatarios y sacerdotes, sus músicas y cantos, sus bailes, sus ritos, y sus figuras con los atavíos ceremoniales. En los carnavales de Santiago de Cuba, que aun se celebran en verano, fueron populares los mamarrachos, que así se llamaba a los enmascarados. Su fiesta anual equivalía al Día de Reyes, pues entonces salían a la calle los cabildos de negros [...] La licencia que entonces reinaba era grande y aun perdura bastante en los anos presentes. Los negros carabalis en sus cabildos celebraban anualmente la fiesta de los ñames, con sus bailes típicos de los que solo quedan los recuerdos. Y los cabildos de congos reales tenían ceremonias de palaciegas pantomimas, donde figuraban el rey, la reina y la comitiva de los altos funcionarios de la corte.
También en la memoria colectiva permanece el recuerdo de las peregrinaciones del Cabildo congo o Club Juan de Gongora por las calles santiagueras. Ha sido el historiador Jose María Ravelo quien me ha puesto en evidencia la estrecha conexión existente entre el comportamiento publico de los miembros de estos cabildos bajo la licencia de estas fiestas y el éxtasis religioso que era imposible reprimir entre sus miembros. Así lo ha dejado traslucir él en su libro Medallas Antiguas (1939:137):
Desde el amanecer del Día de Reyes recorrían las calles con gran algazara que mezclaba las voces con los sonidos de algunos instrumentos y el ruido[...] ensordecedor de los atabales. Desfilaban en grupos bailando y cantando poseídos de alegría frenética que se exteriorizaba sin trabas ni disimulo.
Como veremos mas adelante, los cabildos de nación se transformarían en comparsas, legándole al carnaval una fuerte corriente de savia amalgamada por el ritmo de los tambores africanos y ayudando a convertirlo en uno de los espacios festivos más originales y representativos de la cultura tradicional del pueblo cubano. Justamente, la riqueza de su música, sus instrumentos musicales, el contenido y la expresividad de sus cantos así como la variedad de la danza y los bailes contribuirían a que nuestro carnaval local alcanzase la condición de ser un manantial que tributo y aun tributa importantes valores a una cultura propia que no se doblego al dominio ni a la imposición de la cultura de la clase dominante que intento castrarlo y hacerlo desaparecer con la arrogancia del poder. ¿Que otro sitio si no el mas alto podrían esperarle a los miembros de la Carabali Olugo y de la Carabali Izuama en estas fiestas de julio con que el pueblo de Santiago de Cuba, en el ejercicio libre de su actitud justiciera y con plena alegría, los reconoce como aquellos que supieron mantener una herencia que perdurara en el tiempo?
Me parece que ha valido la pena echar esta ojeada a tan relevante asunto de índole histórica y etnico-cultural, sin cuyo conocimiento difícilmente estaríamos en condiciones de entender lo que sucede en la ciudad no solo durante la realización de varios de los desfiles que roban el interés de casi toda la población, sino también lo que experimenta en su interior cada ciudadano simple, no importa el color de la piel ni su status social, o la mayoría de los vecinos de un barrio cuando vibran al fragor de los golpes del tambor, del sonido de la estridente corneta china y de la lucha encarnizada entre una y otra comparsa o paseo por hacerse del primer lugar en las competencias de cada ano. Esa vibración, y en particular ese espíritu que se apodera del individuo y del colectivo, nos vienen del fondo de nuestra historia, son los que nos arrastran con ímpetu frenético que bordea el delirio báquico y necesitamos reconocer que ellos forman parte de una herencia que se gesto en la confluencia de las expresiones que nos vinieron de diversas latitudes del planeta, entre las que están la hispana, la africana, la francesa y la asiática, según tendremos ocasión de analizar sucintamente a continuación. Y que tiene mucho que ver con una vocación libertaria, que esta en la base misma de nuestro ser nacional.
Desde fecha tan temprana como principios del siglo XVII, se ha podido documentar el paso de las procesiones por los alrededores de la catedral de Santiago de Cuba, hasta culminar con un acto solemne frente al Cabildo o Ayuntamiento de la villa. Frente a el, cada ano y para la fecha de los festejos con que era honrado el santo patrón de la villa, o sea Santiago Apóstol, los reyes y reinas de los cabildos de nación recibían los correspondientes aguinaldos, luego de haber desfilado detrás del cortejo oficial. Pero este acto pautado en una fecha no era mas que un hito, aunque ciertamente decisivo, de unas fiestas que arrancaban con la celebración de San Juan (junio 24), pasaban por Santa Cristina( ), Santa Ana ( julio 26) y, con pequeños recesos, se extendían hasta San Joaquín (en agosto 31). Obviamente, el día mas señalado era el consagrado a honrar a Santiago, fecha que—desafiando las tempestades del accionar humano y las turbulencias del tiempo—se ha mantenido hasta el presente como la más significativa..
En el lento y profundo proceso de transcultacion ocurrido en la Isla, según lo definió conceptualmente y trato de demostrarlo con toda su obra el sabio cubano Don Fernando Ortiz, en aquellas celebraciones patronales se configurarían, hasta llegar a imponerse, las agrupaciones procedentes de los cabildos de nación africana, a cuyos integrantes se les denomino mamarrachos. Fue tal la fuerza atronante de estas agrupaciones y su impacto en la psique y en la imaginación colectiva, que el carnaval perdió su nombre para adquirir uno definitivo: fiesta de mamarrachos o, simplemente, los mamarrachos. Aunque este es el componente distintivo o definidor del carnaval local objeto de la presente colaboración, reflejo en sí mismo del carácter del propio santiaguero, faltaríamos a la veracidad histórica y a la objetividad si lo considerásemos como un fruto exclusivo de la herencia africana, por lo que es acertado remitirnos al factor transculturativo para explicarlo.
El brillante pensador cubano Joel James Figarola ha estudiado en uno de sus ensayos (recogido también en su libro En las raíces del árbol, 1993) como la procesión propia del catolicismo oficial que impero en Cuba durante la colonia hizo posible la aparición de la comparsa, agrupación típica y definitoria del quehacer carnavalesco del santiaguero. En razón del reducido espacio de que disponemos en la presente entrega, remitimos al lector a esta fuente inestimable para la comprensión de nuestro objeto de estudio y aun para su caracterización diferenciante con respecto al carnaval habanero. No siempre, naturalmente fue igual pero, en términos generales, la comparsa ha conservado un núcleo esencial hasta el presente, que no niega no obstante que de el puedan haberse derivado variantes significativas, como el paseo, que tanta brillantez y plasticidad ha proporcionado a las fiestas mayores de julio, según el gusto de amplios sectores de la población.
El paseo esta integrado por figurantes, bellamente vestidos, que se desplazan a ambos lados de y en el centro de la vía ejecutando coreografías deslumbrantes por su precisión, movimientos sincronizados y colorido, según una música de orquestas que la ejecutan en vivo in situ o, en los últimos anos, grabada en cintas magnetofónicas. Cada una de estas impresionantes agrupaciones se hacen acompañar de lujosas carrozas, en las que también bailan jóvenes de ambos sexos y de mascaras a pie que arrancan el aplauso atronante de los espectadores por el diseño original de su vestuario y la brillantez y exuberancia de su colorido, que a veces alcanza el nivel de lo psicodélico. En ello se encuentra, entre otras, la influencia de carnavales foráneos, como el de Río de Janeiro, por ejemplo. Hay paseos que combinan muy bien lo tradicional con lo moderno pero entre los mas renombrados de la ciudad se encuentran los de La Placita; el del barrio de El Tivoli, del cual hablaremos mas abajo, y el de la Textilera, por citar algunos ejemplos.
La comparsa ha estado conformada por grupos de personas que desfilaban primero a continuación o al final de la procesión tras el núcleo musico-danzario de los cabildos de nación y que luego, paulatinamente, se irían integrando a el, no a modo de coda o apéndice, sino como parte de su movimiento envolvente en su paso por el exterior de la villa. Eran figurantes, enmascarados o no, que no se contentaban con mirar desde la ventana de la casa familiar o desde algún otro predio el espectáculo--como se ha hecho siempre en La Habana hasta el día de hoy--, sino que, por el contrario, preferían incorporarse a la celebración festiva haciéndolo de la manera mas activa. De ese modo, la conclusión fue que tales comparsantes terminaron por formar parte orgánica de unas agrupaciones que no las puede encontrar el visitante sino es en esta, la Ciudad (declarada como) Héroe de la República de Cuba por mas de una razón y que, con toda justicia, debería haber sido proclamada patrimonio cultural de la humanidad por hechos de tanta relevancia universal como el carnaval, entre otras razones.
La comparsa ha descrito formas muy definidas en su evolución. Hay quienes opinan que primero fue la comparsa, definida como una agrupación musical dominada por los tambores de oriundez africana y, mucho más tarde, con la intervención de la corneta china. Conga fue un nombre introducido por los habaneros, en las primeras décadas del siglo veinte, para diferenciar un fenómeno que podría haber tenido un punto de semejanza con el tipo de agrupación propia de y que participaba en estas fiestas carnavalescas en La Habana. Siguiendo esta lógica, podríamos visualizar que entre las comparsas se destacan, sin embargo, dos tipos de agrupaciones carnavalescas cada vez mas radicalmente divergentes: la primera, la conga, se centra en el elemento musical, contando como centro un conjunto de percusión afrocubana que descansa en los tambores de origen africano y que puede o no incorporar bailarines. En cambio, el segundo tipo ha ido incorporando los bailarines cada vez mas con tanta profusión y peso, hasta el punto de haber servido de puente a una tercera forma expresiva del carnaval: el paseo, arriba descrito.
Si me pidiesen definir lo más característico del carnaval santiaguero diría sin vacilar ¡ la conga!, que es la variante original y definitiva de la comparsa, en tanto entraña un núcleo percusivo que hace las veces de centro de un conjunto musical que se desplaza al toque acompasado de sus instrumentos por el perímetro urbano de la ciudad, arrastrando tras de sí, en un movimiento danzario impresionante, a la mayoría de la población. Ella es franca hechura nacional por la participación espontanea y libre del pueblo, en un ambiente de entrega absoluta, con la cual se siente plenamente identificado el barrio y la comunidad mayor. Eso es lo que se pone de manifiesto en la comparsa conga, cuyo epíteto nos remite inequívocamente a la herencia africana, sin un atisbo de duda, pero que refleja magistralmente en su conjunto la versatilidad del cubano en cuanto productor de arte y maestro por su capacidad de integrar conjuntos danzarios sin que medie una organización profesional en su sentido convencional. La participación colectiva de amplios sectores de la sociedad en un hecho cultural que remite a la identidad de un pueblo, pudiese ser resumido en el desplazamiento bamboleante y enloquecedor de los pies de los santiagueros por cada milímetro de su villa, al compás de una música única que se origina y expande en la conga—fenómeno que solo podría compararse, hasta cierto punto, con las escuelas de zamba del carnaval brasileño.
Este fenómeno colectivo publico, de participación activa de la gente en el hecho cultural, tanto en las fases de la preparación como de la ejecución de la fiesta, ha tenido otros correlatos –también espontáneos – en otros niveles de la colectividad. El pueblo, desde siempre, se vestía de mujer y salía a las calles a divertirse con esta transversion de genero, la cual era aceptada por el “estado llano”, pero no siempre por los estratos encumbrados de la clase dominante y mucho menos por el clero. Esta represión ejercida con sana contra las congas alcanzo momentos virulentos durante la República, llegando al punto de la suspensión del carnaval y a la destrucción de los tambores, cuando el pueblo desafiaba la autoridad del alcalde de turno y los sacaba a las calles, hechos que han sido muy bien documentados por la investigadora Nancy Pérez en su importantisimo libro en dos tomos intitulado El carnaval santiaguero (Editorial Oriente, 1988).
Después del triunfo de la Revolución cubana (1959), por diversos motivos, fue prohibido el uso de las mascaras y fue muy visible la represión en contra de los trasvestis, pero en los últimos lustros en que he desempeñado nuevamente como miembro del Jurado, he podido observar una manifestación muy ostensible y libre no solo de estos, sino de los homosexuales que, en ocasiones, alcanzan un porcentaje significativo en particular en los paseos, tanto en su condición de figurantes como en cargos directivos importantes de estas agrupaciones. Algo semejante he podido también apreciarlo en las religiones afrocubanas, en algunas de las cuales los homosexuales, por ejemplo, son excluidos drásticamente y ahora participan en ellas de un modo explosivo en lo que a cantidad, jerarquía y ostentación amanerada se refiere, en primer lugar en la santeria o Regla de Ocha. Si tomamos en cuenta el cambio que en estas manifestaciones de la cultura tradicional ha experimentado el lugar y el papel desempeñado por la mujer, caeremos en la cuenta de que algo significativo esta sucediendo en el interior de una sociedad donde han prevalecido durante muchos siglos los valores y rasgos de una sociedad senorial y machista. Naturalmente, estos cambios, en cualesquiera de las vertientes del hecho analizado, tienen que ver con los márgenes de libertad acarreados por el proceso continuo de transformaciones radicales en todos los ámbitos de la vida social que es una Revolución, cuando se trata de una verdadera.
En el ámbito familiar y suprafamiliar se articulaban espontáneamente segmentos más pequeños de los habitantes de un barrio para producir fenómenos de tanta espontaneidad como los descritos. Por las calles se desplazaban comparsitas con gente que percutía claves, latas o incluso cucharas con el mero deseo de divertirse. Pero existían también las llamadas parrandas o pequeños grupos de vecinos que se desplazaban por su barrio al compás de los pies o de algún ocasional instrumento musical, a la vez que cantaban y bailaban con un aliento de frescura. Debe apuntarse que algunos de los cantos han sido y son improvisados y aluden a situaciones microlocalizadas o propias de la ciudad, con elementos de critica social, expresados abiertamente en sus cantos o con metáforas o con expresiones de doble sentido. Es lo más común que sucede hoy en nuestro carnaval cuando alguna comparsa atraviesa la urbe, cantando y bailando del modo más jocoso.
De otro modo no se puede desentrañar el sentido del sujeto actor de esta creación cultural, llamado conparsero o comparsante, heredero de los mamarrachos o de aquellos figurantes que llenaron de colorido y gracia la sociedad colonial y que se prolongaron hasta la República. Figurante que alcanza su sentido de completitud con la integración a un colectivo musico-danzante itinerante, pero que también puede lograr el nivel máximo de expresividad individualmente, con idéntica muestra de su gracia y desenfado, como mascara a pie o simplemente como un cubano mas que disfruta sin cortapisas de una fiesta que tiene un solo actor, al mismo tiempo que un solo creador de ella: el pueblo, del cual surgió y al cual tributa generosamente lo mejor de sí con las fulguraciones de todo su ser puesto en perpetua tensión creadora. Por eso es que, situados en esta perspectiva, es permisible afirmar que el carnaval santiaguero, además de ser el más tradicional de Cuba en el orden del tiempo y de la herencia africana y nacional, pudiese ser definido como el de los mamarrachos: el de los figurantes plenos de espontaneidad, creatividad y libertad para expresar, sea colectiva o individualmente, los contenidos y las formas que han estado en la base de nuestra formación nacional tanto en el orden espiritual como histórico.
El carnaval santiaguero es una fiesta de pueblo por este motivo y por otros no menos convincentes. En primer lugar, por la vocación de participación colectiva del propio santiaguero que todo lo contagia con su alegría y espontaneidad. En segundo lugar, por el ángel musical y danzario que lleva prendado a su cintura y a todo su cuerpo, don que le ha permitido hacer de su entorno social la cuna de creaciones artísticas puestas hoy en la cima del reconocimiento mundial, como el son. Aunque, dicho sea de paso, no es precisamente este genero musical de esencial raíz cubana el ejecutado durante estas celebraciones, sino otro de un país caribeño vecino: el merengue dominicano, con el cual bailan frenéticamente las multitudes en las áreas bailables habilitadas en varios sitios de la consideraba por algunos como la Capital cultural del Caribe. Ultimamente, los jóvenes esperan ansiosamente y disfrutan hasta la saciedad la música viva de orquestas cuyo repertorio principal descansa en la salsa, las cuales se presentan en dichas áreas.
Todo este contenido se vuelca en un periodo de tiempo que oscila entre siete y nueve días en que se suceden los desfiles –entre los que me place mencionar el infantil, por su gracia y el valor trascendental de dar continuidad a esta tradición--, desfiles donde salen a competir las principales agrupaciones, las mascaras a pie y las carrozas del carnaval local; bailes en plazas publicas, a cielo abierto, o simplemente en calles de barriadas adonde acude la gente para entregarse a ese disfrute colectivo, matizado por el consumo de comidas típicas y sobre todo de bebidas alcohólicas, que en ocasiones alcanza una dimensión pantagruélica y que es un fenómeno en gran medida producido artificialmente por el mercantilismo propio de la sociedad capitalista contemporánea que antecedió al triunfo revolucionario.
Antes, en algunos de los barrios se situaban los toldos y las famosas mesitas, donde se vendían frituras y otras comidas típicas, además de un impresionante y lujurioso surtido de las frutas que hacen de un país tropical como el nuestro uno de sus mayores atractivos. Se consumía una bebida no alcoholizada original de estas tierras orientales: el famoso pru oriental, lamentablemente sustituido hoy en las fiestas por el consumo desmedido de cerveza, pero que todavía goza de mucha aceptación popular.
Hoy el carnaval se realiza en dos arterias principales de la ciudad cabecera de la provincia: en el Paseo Marti y en la avenida de Trocha, que en el imaginario colectivo son como el resumen bullente, tropeloso y multitudinario de estas fiestas. A ambos lados de estas importantes arterias se construyen kioscos, restaurantes y otras instalaciones donde se expenden bebidas alcohólicas—entre ellas la económica y preferida cerveza a granel o de pipa--, y comidas. En el interior de estos establecimientos, o en sus alrededores, suena el traganickel con acetatos que soportan piezas de música cubana, se situa un aparato musical multinstrumental heredado a fines del siglo XIX de los franceses y surgido en Manzanillo: el órgano oriental, cuyos soportes son piezas de cartón perforadas con música tradicional ejecutada en vivo. El entramado rústico que se teje en aquellas arterias incluye tarimas donde agrupaciones de pequeño formato ejecutan música, todo esto para ser oído y, en primer lugar y especialmente, para bailar. En muchos otros sitios o barrios de la ciudad ocurre algo semejante, aunque en menor proporción o medida, como en el reparto Sueno, adonde acude mayoritariamente la juventud.
Con la nueva división politico-administrativa (1976), importantes y vitales poblados que ostentaban la condición de términos municipales pasaron a ser barrios de Santiago y las antiguas, originales y fuertes tradiciones festivas que atesoraban como propias desaparecieron, como lo ilustran el caso del poblado de El Cobre (sede del santuario de la famosa Virgen de La Caridad) y de El Caney, celebre por sus frutas inspiradoras de un son que, en su momento, el Trío Matamoros paseo por el mundo como signo identificativo de la cultura cubana. El carnaval, por ultimo, se extiende a los restantes trece municipios de la provincia santiaguera, algunos de ellos con tradiciones propias y a los que viajan los santiagueros con el mismo entusiasmo con que lo hacen centenares de miles de paisanos suyos que habitan La Habana y para quienes estas fiestas se sitúan en el sitio supremo de la escala de su preferencia en razón de la reafirmacion de su identidad mas profunda. No hay para ellos, pues, ninguna otra celebración de igual o parecida naturaleza que alcance tanta importancia.
Pero hasta inicios de la República el carnaval privilegiaba el casco histórico de la ciudad, exactamente en los alrededores del Parque Céspedes y el jurado era situado en el balcón del Ayuntamiento, muy cerca de donde se sentaba el alcalde para ver el desfile. Fuera de este espacio oficial, las fiestas transcurrían en el mencionado Paseo Marti y en otros barrios sedes de las famosas comparsas de El Tivoli, el Guayabito y San Agustín. La disputa principal se centraba en dos barrios: el de Los Hoyos, liderado por Juan Gualberto Ortiz, “Chechereku”, y el de El Tivoli, donde todos los vecinos seguían entusiastamente a un personaje cuyo nombre ha pasado a la memoria colectiva de Santiago: Feliciano Mesa. Divisiones internas provocaron la aparición de las dos agrupaciones mas arriba mencionadas (El Guayabito y San Agustín) y, para entonces, las tres comparsas más importantes empleaban la corneta china como una de sus armas preferidas en las competencias.
Hasta la década del veinte, estas fiestas transcurrieron encima de los carriles de las tradiciones heredadas de un pasado colonial y conservaron, mas o menos, un sabor genuino de pueblo. Pero a partir de la década siguiente, coincidiendo con el gobierno del General Gerardo Machado, lentamente el carnaval caería en las garras de la manipulación de las grandes empresas capitalistas, como las firmas roneras y cigarreras. Alberto García Torres (Millet et al.: Barrio, comparsa...,1997:219) fue el artífice de un evento denominado la Gran Semana Santiaguera en el que, según sus propias palabras, “participaban las fuerzas vivas de la ciudad, como los Club “Leones” y “Rotario”, la Cámara de Comercio, los Detallistas ,etc.
A partir de 1948 ellos se integraron en un comité encargado de organizar los carnavales más modernos de Santiago de Cuba, antecedidos o preparados por el evento mencionado antes. En efecto, esa Gran Semana se inicio con propaganda de la cerveza Hatuey y del ron Bacardi y, según García Torres, se trataba de un concurso económico del gobierno, del municipio, de la industria, del comercio y también de una competencia del pueblo, porque no elimino totalmente su iniciativa de producir arte y belleza en el ámbito de cuadra y de barrio, pese a que todo quiso estar regido por la competencia económica. El concurso para elegir la reina del carnaval y sus damas de compania era ganado por quienes acumularan mas etiquetas de los productos de las firmas que entraban en el juego; El premio de las comparsas, paseos y mascaras a pie lo daba la alcaldía y la construcción de las carrozas la financiaban la industria y el comercio. Estas terminarían por imponer hábitos de consumo sustitutivos de aquellos otros bienes culturales consagrados por la tradición. Ese fue el motivo del surgimiento de espacios competitivos, desde el punto de vista comercial, como la Trocha, de la que, no obstante, se ha sabido apoder gradualmente hasta convertirlo en uno de sus espacios más simbólicos. Diez anos después, se iniciaría un proceso de cambio social radical que trataría de revertir esta situación, pero que se vería enfrentado al deterioro y a los patrones de consumo material que gravitaron negativamente en torno a estas fiestas.
En ocasiones esta base material de las fiestas es pasada por alto, pero resulta asaz significativa cuando forma parte de la tradición y envuelve el hecho cultural sin alterar su esencia; en cambio, cuando la balanza se inclina hacia ella, en detrimento del aspecto espiritual del fenómeno, nos indica a las claras que algo negativo esta sucediendo en su interior, como ha estado ocurriendo en las ultimas décadas. Y toda esta circunstancia ha estado dándose en un solo sitio imantado y en un tiempo que nos hace arrojarnos a un devenir en el que somos por un instante yo y sujeto colectivo, sin que ello implique perdida de ningún tipo, sino ganancia enriquecedora.
Este prodigioso fenómeno cultural, sustentado en el derroche de la imaginación, la plasticidad y el poder del arte arrollador de una comunidad, cuelga de un andamiaje sólidamente cimentado en el pasado, como puede apreciarse en algunas puntadas de lo aquí dicho. La cultura cubana es una desde su origen y en el punto cimero de su concreción, sin excluir diversidad ni multiplicidad creadora. Cuando hablo del carnaval santiaguero salta a mi lengua una palabra mágica: conga y, a continuación, esta otra: corneta china, que es, quiérase o no, el símbolo de este carnaval. Sin su inclusión o análisis no hay una interpretación correcta de la historia ni mucho menos una comprensión completa del alcance en extremo abarcador de estas fiestas. Música ¿china?. Ironía de una realidad irreductible que, sin proponérselo, me recuerda que somos un ajiaco, una síntesis de elementos procedentes de todos los confines del planeta: de los nativos de estas tierras denominadas por el invasor como América; de Europa, de Africa, de Asia y de cuantos otros lugares no registrados u olvidados, como nos lo señalo siempre Ortiz acertadamente en su momento.
En efecto, hubo en Cuba una inmigración asiática, en la segunda mitad del siglo XIX, que dejo huella profunda en mas de una esfera de la vida social del pueblo cubano, sin excluir su historia y su cultura. En la primera década del XX, se instalo en Santiago de Cuba—llevado desde La Habana-- aquel instrumento musical, calificado por algunos como mágico y sin el cual no podría actuar ni tampoco ser entendida la comparsa conga, esencial como hemos visto para la definición y perfil de nuestro carnaval. No hay ninguna otra fiesta colectiva en nuestro país que halla podido combinar estos dos elementos—el africano y el asiático-- aparentemente tan excluyentes, como no hay tampoco cultura local ni regional, también en nuestro país, a la que se le haya añadido este otro: los componentes de la cultura “francesa”, mas propiamente definida como la cultura francohaitiana proveniente del cercano Haití.
A menudo se echa al olvido que la segunda lengua hablada en Cuba es el criollo haitiano, estadísticamente hablando. Detrás de ello hay una historia que avala el aserto de que la francesa sea considerada como la tercera raíz de nuestra cultura nacional. Todo ocurrió en este caso, y como casi siempre con la mayoría de otros muchos, por el Oriente del archipiélago: con la ola descomunal de inmigración forzada francesa, de principios del XIX, provocada por la insurrección victoriosa de los esclavos de la colonia francesa de Saint Domingue. Presencia cercana pero profunda que se hizo todavía mas avasallante durante las tres primeras décadas de la centuria siguiente, con el casi un millón de haitianos que pasaron por las antiguas provincias de Oriente y Camagüey, en condición de cortadores de caña de azúcar y como consecuencia del boom azucarero provocado en nuestro país por la I Guerra Mundial. En el orden cultural, entre otros efectos positivos, la primera ola migratoria francohaitiana marcaría el mapa de esta parte del país con un sello especial, el cual seria rematado por la segunda ola de influencia espiritual que calo tan hondo como para que, por ejemplo, el vodu pudiese ser considerado como el ultimo sistema de pensamiento religioso del pueblo cubano, sin menoscabo de ninguno de los otros ya aceptados.
Para otro sitio de Cuba resultaría inusual lo descubierto por la investigadora cubana Elisa Tamames: el hecho de que en Santiago de Cuba ya participaban en su carnaval comparsas tahonas, de franco sello francohaitiano, desde el ano 1800. Los “negros franceses” tocaban sus tumbas en el mismo espacio en que lo hacían los esclavos africanos de diversa procedencia étnica con sus marimbas y otros de sus instrumentos musicales, además de reportarse para esa temprana fecha la ejecución del minué, la contradanza francesa y el rigodon como manifestaciones que contribuían a proporcionar una atmósfera especial a aquellas celebraciones festivas locales. El folclorista santiaguero Ramón Martínez y Martínez fue mucho más concluyente en su afirmación de que las comparsas cabildos que desfilaban entonces para los mamarrachos de Santa Cristina, Santiago y Santa Ana “eran, al principio, de negros franceses; luego se cubanizaron; y por ultimo, por los años 1874-75, hubo cabildos de negros y blancos”. Desde los primeros años del siglo XIX, en efecto, hubo cabildos que bailaban “francés” con casacas de lana, guantes de gamuza y corbatas de cuello alto, de acuerdo con la moda de la aristocracia europea. En las zonas urbanas, tanto negros como mulatos se recreaban con la contradanza, el minué, el rigodon y otros bailes de los amos “franceses”, lo que evidenciaba cuan acentuado estaba un fenómeno que se había producido ya en Haití: la asimilación de ciertos elementos de la cultura europea dominante.
Justamente, en aquel periodo en la villa se hablaba tanto castellano como francés y se experimento en ella un cambio drástico no solo en las costumbres, sino también en las ideas y en la mentalidad de la época, notablemente influenciada por el espíritu innovador venido de Francia, como ha sido reconocido desde entonces. Por tanto, resulta bastante evidente que se produjesen notables cambios en el modo de llevar las fiestas, tanto en lo colectivo pero sobre todo en el ámbito de las casas familiares, como lo ha afirmado el propio Goodman en su libro testimonial Un artista en Cuba. No sé en que fue más decisivo ese influjo galo, si en el ámbito de las creencias religiosas que tienen que ver con el vodu, notablemente, o en el ámbito de las licencias concedidas en el comportamiento publico, muy censurado por la moral de la timorata sociedad hispana que entonces ostentaba el poder ideológico en la colonia de Cuba.
En la villa resultaba notoriamente importante todo el influjo galo, de manera especial en la cultura tradicional del pueblo llano. Ello queda demostrado no solo por la preeminencia de la lengua y los modales galos, sino precisamente por el lugar y el peso de una institución inicialmente rural: las sociedades de tumba francesa, surgidas al abrigo del impetuoso desarrollo de la agricultura y de la industria cafetalera, que situarían a la mayor de las Antillas entre los primeros productores del grano del mundo. Estas tumbas luego rodearían la vida urbana hasta adquirir en ella una fuerza y un poder no reconocidos hasta hace pocas décadas por los estudios sociológicos de la cultura en nuestro país. No existe en Cuba otra ciudad donde instituciones de este tipo y estilo hayan influido mas y con mayor arraigo en la sociedad y en la espiritualidad de sus habitantes que en Santiago de Cuba. La razón es de carácter histórico y se refiere a la larga duración de la presencia francesa en ella, la que ha permitido un influjo y una profundización de su cultura como en ningún otro sitio del archipiélago cubano.
Las sociedades de tumbas francesas contribuyeron a dibujar la fisonomía de la ciudad, incluso delimitando sus barrios, como en aquellos en que ellas dejaban sentir decisivamente su influjo. Así, han sido notables los barrios de El Tivoli –adonde irían a parar los celebres personajes escapados de las paginas de la novela El reino de este mundo, del escritor Alejo Carpentier – y de Los Hoyos, sede de la comparsa conga más famosa de la Isla, que ostenta el nombre de El Cocoye, derivado precisamente de una de esas sociedades de tumba francesa que ha recorrido con su fama y excelencia artística todo el territorio nacional, y allende el mar, en alas de la Conga del barrio de Los Hoyos, donde tuvo su sede. Algunas de aquellas tumbas fueron visitadas asiduamente por notables hijos de la ciudad quienes, en el proceso por las guerras por nuestra independencia nacional, se convertirían en personalidades políticas de las más conspicuas de nuestra historia patria, como el Mayor General Antonio Maceo y Flor Crombet, por citar solo a dos de los más nobles paladines.
Mas allá de algunos rasgos concordantes, han sido estos dos barrios contrincantes, en lo relativo a la preponderancia e imposición cultural, oposición manifiesta de manera irrebatible en el despliegue de energías e iniciativas para lograr el triunfo de su comparsa o de su paseo, sea en uno o en otro caso. Por El Tivoli se introdujo la corneta china, para quedarse definitivamente en la cultura tradicional de Santiago de Cuba y del cubano. Fue en Los Hoyos donde cristalizo la conga que alberga la fuerza de las tradiciones mas radicalmente introyectadas en la conciencia y en el comportamiento del cubano, incluyendo en esta aseveración la razón moral de una sociedad afincada en el suelo patrio y en el sustrato ancestral de un espíritu inclaudicable por su capacidad de resistencia ante las adversidades y, ambas, por la rebeldía y la voluntad de luchar. Igual razón las asiste, aun en su oposición y en la competencia creadora, en la verdad de su mundo interior cimentada en la belleza del arte, la mejor bandera de triunfo en cualquier combate.
Hay quienes ponen en tela de juicio la salud del carnaval santiaguero, para mí el más tradicional y fuerte de Cuba. Argumentan que la estatalizacion excesiva y sofocante se ha impuesto en las ultimas décadas lesionando la iniciativa de los comparseros en el ámbito de su célula primaria y a algunas de sus tradiciones más notables. Hemos discutido opiniones parecidas en algunos foros locales patrocinados por la delegación provincial de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba y le hemos concedido alguna cuota de verdad, en especial a lo concerniente a la perdida en ocasiones gratuita e injustificada de tradiciones y de valores artísticos inherentes a las mismas. Se han producido efectos negativos en las tradiciones provocados por esta clase de problemas y por otros de diversa naturaleza, uno de los más notorios es el que se inscribe en el marco material que rodea y condiciona a estas fiestas. En fin de cuentas, la cultura es un organismo vivo sometido a una dinámica que la hace cambiar o evolucionar para adaptarse a las circunstancias diversas a que la somete la sociedad. El carnaval no escapa a esta situación.
Nuestro carnaval cuenta con una estructura o anatomía muy sólida: con las agrupaciones de origen africano más antiguas del país, cuales son los Cabildos Carabali Olugo y el Izuama, con basamento en una región de Nigeria; la Tumba francesa, con mas de cien años de existencia; otras agrupaciones mas que centenarias, como la Conga de Los Hoyos y otras próximas a cumplir cantidades de años equivalentes. Desde mediados de los años sesenta del siglo XX documentamos la actuación de grupos de gaga haitianos en las fiestas de julio de Santiago, lo cual podría ser algo extraño si pensamos en otras localidades urbanas del país. Pero no es este aspecto cuantitativo el que nos indica la fortaleza o debilidad de una manifestación cultural, sino el estado emocional y espiritual del sujeto colectivo que la creo y que la sostendrá en correspondencia con los factores de riesgo o con la voluntad y el empeño que pongan en juego, según se lo exijan las necesidades del momento. Es la cualidad, pues, la que debe ser tomada en cuenta cuando se desea analizar honestamente ante alguien que no conoce una cultura su estado actual y su futuro, aunque sea este inmediato.
He tenido la dicha de volver a participar recientemente en uno de los fenómenos que, en mi concepto de la cultura, podría definir mejor dicho estado. Me refiero a la invasión, al recorrido que realiza una comparsa por el perímetro urbano para medir su fuerza frente a los grupos carnavalescos de otros barrios contrincantes y para mostrarse ante su barrio y, mas allá de este, ante la comunidad total de la ciudad que establecerá inmediatamente un diagnostico certero sobre su situación. Confieso que, para sorpresa mía, no solo la conga invasora demostró fehacientemente cuan crecida y fuerte esta en ella la tradición carnavalesca que no pocos cuestionan, sino que también el resto o el conjunto de las principales agrupaciones carnavalescas de Santiago también demostró tal arraigo y poderío.. Y, cosa todavía más importante, he podido comprobar que el comportamiento festivo típico del santiaguero—el mismo que he estudiado en los libros y, sobre todo, en la realidad enriquecedora de su vida cotidiana, durante buena parte de mi vida – se ha mantenido incólume, a pesar, ciertamente, de múltiples circunstancias adversas que arrancaron del capitalismo y que, lamentablemente, también lo han rodeado en los últimos tiempos.
Es importante, pues, asomarse sin miedo al pozo de la conciencia o del inconsciente colectivo, donde laten y viven estas tradiciones. Yo me he atrevido a hacerlo y le he tomado el pulso y he comprobado el ritmo de sus latidos, y nada me indica la cercanía de una enfermedad ni mucho menos de una muerte repentina, como los más negativistas vaticinan. La sociedad, el pueblo, el actor principal que rige los destinos de las costumbres y los sentimientos, ha sabido retener con gran sabiduría los contenidos esenciales de un arte ancestral que se expresa en un comportamiento individual y colectivo dirigido a preservar la identidad cultural de la comunidad, sea la local o la nacional.
En otras palabras, con la continuidad del carnaval santiaguero sucede algo parecido a lo que acontece con la conciencia y con el comportamiento religioso, vinculados ambos radicalmente con ese sentido de la identidad antes referido. Pueden modificarse sus formas, los modos y medios a través de los que ellos se expresan, pero el núcleo esencial se mantiene como un centro de resistencia extrema ante el peligro, como parte inherente o consustancial de la estrategia de sobrevivencia del ser humano y de la sociedad frente a los factores que someten a prueba su ser. Quiérase, o crease o no, esto es lo que me dice el individuo en su bregar diario con la existencia y el sujeto colectivo con su tesonera lucha por ser cada vez mejor y con su voluntad de esforzarse por alcanzar estadios mas elevados o, al menos, cualitativamente, superiores del vivir. Esta inquietud y esta lucha son los sintamos inequívocos de ese estado de salud al que, con satisfacción y alegría, me he referido siempre que hablo de la cultura tradicional del pueblo, no exenta de peligros, riesgos amenazantes y de retos insospechablemente poderosos frente a los cuales se tiene que bregar con buen tino y sagacidad para no perecer.
Si alguien, dudoso o agnóstico en lo relativo a nuestra realidad, me preguntase cual es el diagnostico clínico que podría establecer yo acerca del estado espiritual del cubano, le sugeriría solo una cosa: visite el carnaval de Santiago de Cuba y sumérjase en el accionar permanente de una sola comparsa, la del barrio de Los Hoyos, y luego compruebe Usted con sus propios ojos la buena salud física y mental de la que goza el cubano actual, enfrentado, no obstante, a los mayores retos de la historia.


Jose Millet
La Habana, abril 9.2001





Resumen curricular del autor
Investigador Auxiliar de la Casa del Caribe, con sede en Santiago de Cuba, y Profesor universitario. Ha obtenido varios premios nacionales y distinciones académicas con la publicación de ensayos y libros acerca de la cultura tradicional cubana, entre los que se destacan Barrio, comparsa y carnaval santiaguero (Santo Domingo, 1997). Especialista en el estudio de las fiestas populares y en las religiones afrocubanas, en cuya ultimo campo de estudio obtuvo el premio en investigación del Ministerio de cultura por el libro El vodu en Cuba (Santo Domingo, 1992). Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) , de la Caribbean Studies Association, con sede en USA. y del Grupo de Estudios Regionales del Consejo Europeo de Investigaciones Sociales sobre América Latina (CEISAL).

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